Francesc Colomer es secretario autonómico de Turismo de la Comunitat Valenciana.
Supongamos que no es suficiente aportar el 15% de la riqueza nacional. Concedamos que no es bastante generar el 14% del empleo directo. Admitamos que solo retorna fiscalmente 50 veces más de lo que la Administración le dedica. Eso es el turismo. No son opiniones. Son datos.
Pero, de acuerdo, exijámonos más. Alguien ha sentenciado que este es un sector de «precario y escaso valor añadido». Creo que tenemos un problema de percepción. Una falta de actualización de información que deviene en error fatal.
Es cierto que el tierraplanismo como doctrina sigue existiendo pero es propio de vendedores de pasado. Un error que enerva el ánimo de miles de actores (fundamentalmente pequeñas y medianas empresas) cuya cotidianidad discurre emprendiendo, innovando y creando propuestas de valor.
El turismo hoy desbloquea el potencial de las industrias culturales, musicales y artísticas. Estimula la existencia de oferta y aporta públicos que salvan temporadas, empleos y refrescan la creatividad y el talento local. Articula productos vinculados a la naturaleza, los congresos profesionales, el comercio, la hostelería, los deportes, la salud, el interior y toda suerte de experiencias que guardan relación con la búsqueda de la belleza y la felicidad humanas. Este es un sector que ha entendido que no podemos competir con productos genéricos, sino con marcas reconocidas en términos de calidad, singularidad y diferenciación.
Esa y no otra es la agenda del sector. Un sector que ha vinculado su suerte y su futuro a la transformación digital, la tecnología y su alineación con los 17 objetivos de desarrollo sostenible. Aumentan los proyectos inclusivos, accesibles, de economía circular, eficiencia hídrica y energética que inducen a ampliar el ecosistema smart. La red de destinos turísticos inteligentes ha generado ya pilotos de playas y espacios naturales inteligentes cuyos desarrollos espolearán nuevas innovaciones y desarrollos tecnológicos.
Solo un desinterés por la verdad negaría que hoy el turismo es un catalizador de innovación. Lo es por su capacidad de estimularla en otros sectores relacionados con la industria o que forman parte de la cadena de valor. Si se contrae la demanda turística el sistema completo se resiente. Interpretar esto como una debilidad estructural debe obedecer a un tipo de complejo que no soy capaz de calificar.
El turismo, a diferencia de otros, es el sector más leal que existe. Más patriótico, si me permiten. Los hay que, a pesar de vampirizar ayudas y prebendas públicas, se deslocalizan en un chasquido de dedos si en el sudeste asiático les ofrecen un caramelo de más. En cambio, el denostado sector turístico, se queda a perpetuidad. No hay broker que pueda traficar con un paisaje propio, un clima, un acervo culinario, una idiosincrasia, una forma de acoger la llamada hospitalidad, un relato de valores y atributos que solo se entiende donde está. No nos pueden robar ni clonar una forma de ser y de estar en el mundo. Esta es la roca madre del sector.
Sobre la precariedad, permítanme que coincida con Pablo Milanés cuando entona aquello de «no vivo una sociedad perfecta porque la hacen mujeres y hombres». Por supuesto que el turismo no escapa. Como no lo hace la agricultura ni la industria ni las tecnológicas. ¿Comparamos condiciones y sueldos de recolectores, almacenistas o de becarios o doctores investigadores? Claro que restan muchas injusticias que corregir. Nada que no pueda resolver el diálogo social y las leyes de una democracia madura. Tirar de tópico para despreciar el turismo destila inexplicable indolencia intelectual y cierto tierraplanismo en pleno siglo 21.